-EL TREN DE LOS SUEÑOS IMPERIALES -
(Artículo de XAVIER VALLS TORNER publicado en el número 505 de la revista Historia y Vida, correspondiente al mes de abril del
año 2010)
Como
buen megalómano, Cecil Rhodes consiguió mucho de lo que se propuso en África,
pero pronto se obsesionó con un plan casi imposible. Fantaseó con unir todo el
continente por medio de una línea de ferrocarril de control exclusivamente
británico. Y el proyecto fracasó.
C
|
ecil John Rhodes (1853-1902), el hombre más rico de África, rey de los
diamantes, dedicó la mitad de su vida al engrandecimiento del imperio
Británico. Fue el más insaciable de los representantes del capitalismo colonial
africano y concibió uno de los proyectos más ambiciosos que jamás forjó el
colonialismo. Un delirio utópico, una fantasía imperialista que, aun así,
estuvo muy cerca de convertirse en realidad: construir una línea de ferrocarril
sin interrupción desde Ciudad del Cabo (Sudáfrica) hasta El Cairo (Egipto).
El proyecto nació a finales del siglo XIX. La idea se basaba en la grandiosa ambición de conectar todas las posesiones africanas adyacentes del imperio Británico a través de una línea continua de sur a norte, partiendo del cabo de Buena Esperanza y ascendiendo hasta el mar Mediterráneo. Se trataba de seguir el trazado de la línea roja que señalaban los mapas coloniales británicos ─los mapas políticos de la época marcaban casi siempre las posesiones británicas en color rojo─, convenientemente transformada en un camino de raíles y traviesas que cruzaba la selva, la sabana y el desierto, así como las aguas de caudalosos ríos.
El proyecto nació a finales del siglo XIX. La idea se basaba en la grandiosa ambición de conectar todas las posesiones africanas adyacentes del imperio Británico a través de una línea continua de sur a norte, partiendo del cabo de Buena Esperanza y ascendiendo hasta el mar Mediterráneo. Se trataba de seguir el trazado de la línea roja que señalaban los mapas coloniales británicos ─los mapas políticos de la época marcaban casi siempre las posesiones británicas en color rojo─, convenientemente transformada en un camino de raíles y traviesas que cruzaba la selva, la sabana y el desierto, así como las aguas de caudalosos ríos.
El concepto del dominio africano de sur a norte fue conocido como el
imperio vertical, en contraposición al imperio horizontal que perseguía Francia
y que también pretendía atravesar toda África, aunque en su caso desde el
océano Atlántico hasta el océano Índico. Bajo esta idea, el ferrocarril debía
convertirse en un elemento clave en la unificación de las posesiones y la
gestión de su dominio. Muy gráficamente, los ingleses lo llamaron The Spine and
Ribs of Africa, ‘la espina y las costillas de África’, siendo la espina la
línea central del ferrocarril y las costillas las vías que la conectaban con
los puertos de la costa. Su construcción permitiría fomentar el comercio a lo
largo de todo el continente, mejorar el transporte de mercancías, un gobierno
más fácil de las colonias y el desplazamiento rápido de tropas a zonas
conflictivas o en guerra. Este punto de vista lo compartía con los gobernantes
de la metrópolis Cecil Rhodes mejor que ningún otro hombre en el mundo. No se
puede olvidar que los objetivos principales del empuje colonial británico eran
la explotación de materias primas, la apertura de nuevos mercados y la
inversión de capitales en sectores como la minería y las plantaciones
agrícolas.
Rhodes se estableció en 1870 en
Sudáfrica, una de las pocas colonias británicas de población blanca. Llegó para
incorporarse a la explotación algodonera de su hermano, pero rápidamente se
abrió camino por su cuenta en el negocio de los diamantes. En 1880 ya había
fundado De Beers Minning Company, empresa que llegaría a controlar el 90% del
mercado mundial de diamantes. En 1889 también fundó la poderosa British South
Africa Company.
Una característica diferenciaba la carrera de Rhodes de la de sus competidores, el resto de empresarios que iban detrás de la explotación de riquezas africanas: el factor imperial. Trabajaba al mismo tiempo para sí y para el imperio. Así, ocupó cargos políticos de responsabilidad en la colonia, y terminó construyéndose un escenario que llegó a ser inmejorable para él. Como empresario dominaba los principales recursos mineros del territorio; como político fue elegido diputado al parlamento de la Colonia de El Cabo en 1881 y primer ministro de esta misma provincia en 1890.
La historia colecciona unas cuantas frases antológicas relacionadas con sus delirios imperialistas, que ayudan a entender su concepción mística del imperialismo británico. Son sentencias célebres por su evidente falta de moderación: “Tomad la constitución de los jesuitas si es posible obtenerla e insertad imperio inglés donde dice religión católica romana”. O ésta otra, de carácter abiertamente racista: “Somos la primera raza en el mundo y cuanto más espacio en el mundo ocupemos, mejor para la raza humana”. Y hasta una pronunciada en pleno delirio galáctico: “Quisiera anexar los planetas si pudiera; a menudo pienso en ello. Me entristece verlos tan claros y, sin embargo, tan distantes”.
La política de compañías privilegiadas que obtenían amplias facultades de la metrópolis para organizar y explotar la colonia, habitual en los inicios del imperio Británico, parecía retornar con Rhodes, al frente de De Beers y la British South Africa Company. Las campañas militares para arrebatar territorios a los nativos eran sufragadas por las propias empresas, que así obtenían las concesiones mineras. De este modo, no costaba ni un penique a los contribuyentes de las islas y el control de Rhodes servía para mantener a raya los movimientos estratégicos de otras potencias rivales como los bóers, Portugal y Alemania. Rhodes se enriquecía de manera extraordinaria, pero también soñaba cada noche con llevar adelante la quimera del ferrocarril imperial.
Una característica diferenciaba la carrera de Rhodes de la de sus competidores, el resto de empresarios que iban detrás de la explotación de riquezas africanas: el factor imperial. Trabajaba al mismo tiempo para sí y para el imperio. Así, ocupó cargos políticos de responsabilidad en la colonia, y terminó construyéndose un escenario que llegó a ser inmejorable para él. Como empresario dominaba los principales recursos mineros del territorio; como político fue elegido diputado al parlamento de la Colonia de El Cabo en 1881 y primer ministro de esta misma provincia en 1890.
La historia colecciona unas cuantas frases antológicas relacionadas con sus delirios imperialistas, que ayudan a entender su concepción mística del imperialismo británico. Son sentencias célebres por su evidente falta de moderación: “Tomad la constitución de los jesuitas si es posible obtenerla e insertad imperio inglés donde dice religión católica romana”. O ésta otra, de carácter abiertamente racista: “Somos la primera raza en el mundo y cuanto más espacio en el mundo ocupemos, mejor para la raza humana”. Y hasta una pronunciada en pleno delirio galáctico: “Quisiera anexar los planetas si pudiera; a menudo pienso en ello. Me entristece verlos tan claros y, sin embargo, tan distantes”.
La política de compañías privilegiadas que obtenían amplias facultades de la metrópolis para organizar y explotar la colonia, habitual en los inicios del imperio Británico, parecía retornar con Rhodes, al frente de De Beers y la British South Africa Company. Las campañas militares para arrebatar territorios a los nativos eran sufragadas por las propias empresas, que así obtenían las concesiones mineras. De este modo, no costaba ni un penique a los contribuyentes de las islas y el control de Rhodes servía para mantener a raya los movimientos estratégicos de otras potencias rivales como los bóers, Portugal y Alemania. Rhodes se enriquecía de manera extraordinaria, pero también soñaba cada noche con llevar adelante la quimera del ferrocarril imperial.
El proyecto superaba en imaginación y
escala a las otras dos grandes líneas transcontinentales de la época: la
Canadian Pacífic (que se inició en 1881) y el Transiberiano (1891). Y también
presentaba, obviamente, enormes dificultades técnicas, económicas y humanas. La
distancia a recorrer entre los dos extremos del continente africano era de
8.000 kilómetros. Por el camino había que vencer innumerables obstáculos, como
la mosca tse tse, las fiebres, la sed, los guerreros nativos y los cazadores
furtivos de marfil. Hasta contratiempos tan imprevistos como las hormigas
blancas, que se comían la madera de las traviesas de la vía férrea.
El ferrocarril se empezó a construir a partir de las vías que ya funcionaban en Ciudad del Cabo, primera plaza colonial británica en el sur de África. Así, desde el sur, Rhodes logró que el ferrocarril cruzara las arenas del Kalahari, en la región oriental de Botswana, antes de internarse en Zimbabue y continuar su progresión hasta penetrar en el Congo y Tanganyika. En este avance por el África austral mantuvo enfrentamientos con los bóers (guerra anglo-bóer) en las regiones norteñas de Transvaal y Orange y con los zulúes. Mediante la conquista de esta región logró frenar los intereses portugueses, que buscaban unir, de este a oeste, sus colonias de Angola y Mozambique.
Por el norte, el protagonismo recayó en Herbert Kitchener, político y militar irlandés dedicado a la causa del imperio Británico. Kitchener partió de las vías de El Cairo. A través de los desiertos egipcio y sudanés, y a lo largo del río Nilo, bajó hasta Al-Ubayyid, más al sur de Jartum. Él fue el principal implicado junto a Rhodes en la construcción del ferrocarril tras la reconquista británica del Sudán, en 1898. Ambos, con sus interlocutores en Londres, fueron los instigadores y cabezas visibles del proyecto; los ejecutores materiales fueron unos centenares de trabajadores europeos cualificados y miles de trabajadores anónimos africanos, asiáticos y árabes. En el siglo XIX de la construcción de ferrocarriles todavía se encargaban por completo los hombres a pico, pala y carretilla.
Detrás de Rhodes y Kitchener había un ejército de ingenieros, constructores de puentes, topógrafos, encargados de mantenimiento y, por supuesto, incontables rieleros o platelayers, los obreros especializados en colocar raíles y traviesas. El material procedía prácticamente en su totalidad de la metrópolis. En la línea del norte cada remache, tanque de agua, tubería, bomba… y hasta cada tonelada de carbón y cada vagón eran transportados desde las Islas Británicas por mar, por el Nilo y después por ferrocarril hasta el extremo de la línea, que avanzaba sobre la arena.
El grueso de los trabajadores encargados de construir los caminos de hierro del imperio Británico fueron habitantes de los diferentes países africanos. Hubo entre ellos reclutas, condenados y asesinos ─algunos trabajaban con los tobillos encadenados─ pero también muchos trabajadores libres. Muchos años más tarde, en 1970, también se sumarían al proyecto un gran número de trabajadores de la China comunista en el ferrocarril Tan-Zam (Tanzania-Zambia). Este proyecto de cooperación estratégica internacional, paradójicamente, tardó sólo seis años en construir un tramo que los británicos estuvieron mucho tiempo pendientes de realizar, a causa del conflicto colonial con Alemania.
El ferrocarril se empezó a construir a partir de las vías que ya funcionaban en Ciudad del Cabo, primera plaza colonial británica en el sur de África. Así, desde el sur, Rhodes logró que el ferrocarril cruzara las arenas del Kalahari, en la región oriental de Botswana, antes de internarse en Zimbabue y continuar su progresión hasta penetrar en el Congo y Tanganyika. En este avance por el África austral mantuvo enfrentamientos con los bóers (guerra anglo-bóer) en las regiones norteñas de Transvaal y Orange y con los zulúes. Mediante la conquista de esta región logró frenar los intereses portugueses, que buscaban unir, de este a oeste, sus colonias de Angola y Mozambique.
Por el norte, el protagonismo recayó en Herbert Kitchener, político y militar irlandés dedicado a la causa del imperio Británico. Kitchener partió de las vías de El Cairo. A través de los desiertos egipcio y sudanés, y a lo largo del río Nilo, bajó hasta Al-Ubayyid, más al sur de Jartum. Él fue el principal implicado junto a Rhodes en la construcción del ferrocarril tras la reconquista británica del Sudán, en 1898. Ambos, con sus interlocutores en Londres, fueron los instigadores y cabezas visibles del proyecto; los ejecutores materiales fueron unos centenares de trabajadores europeos cualificados y miles de trabajadores anónimos africanos, asiáticos y árabes. En el siglo XIX de la construcción de ferrocarriles todavía se encargaban por completo los hombres a pico, pala y carretilla.
Detrás de Rhodes y Kitchener había un ejército de ingenieros, constructores de puentes, topógrafos, encargados de mantenimiento y, por supuesto, incontables rieleros o platelayers, los obreros especializados en colocar raíles y traviesas. El material procedía prácticamente en su totalidad de la metrópolis. En la línea del norte cada remache, tanque de agua, tubería, bomba… y hasta cada tonelada de carbón y cada vagón eran transportados desde las Islas Británicas por mar, por el Nilo y después por ferrocarril hasta el extremo de la línea, que avanzaba sobre la arena.
El grueso de los trabajadores encargados de construir los caminos de hierro del imperio Británico fueron habitantes de los diferentes países africanos. Hubo entre ellos reclutas, condenados y asesinos ─algunos trabajaban con los tobillos encadenados─ pero también muchos trabajadores libres. Muchos años más tarde, en 1970, también se sumarían al proyecto un gran número de trabajadores de la China comunista en el ferrocarril Tan-Zam (Tanzania-Zambia). Este proyecto de cooperación estratégica internacional, paradójicamente, tardó sólo seis años en construir un tramo que los británicos estuvieron mucho tiempo pendientes de realizar, a causa del conflicto colonial con Alemania.
Nadie allanó el camino del imperio
Británico en el continente negro. La rivalidad entre las máximas potencias
coloniales fue el principal obstáculo, y también interfirió enormemente en la
construcción del ferrocarril.
La estrategia francesa en el última década del siglo XIX perseguía la continuidad de sus colonias desde Senegal (en el Atlántico) a Djibouti (en el golfo de Adén). Francia envió expediciones en 1897 para establecer un protectorado en el Sudán meridional y establecer una ruta a través de Etiopía, pero estos planes fracasaron definitivamente a partir del Incidente de Fachoda (1898), ocurrido donde se cruzaban las rutas francesa y británica. Fue uno de los incidentes coloniales más importantes entre grandes potencias. En Fachoda, actual ciudad de Kodok (Sudán), a orillas del Nilo, se encontraron una flota británica y una expedición francesa que reclamaban simultáneamente los derechos sobre el lugar. Hubo mucha tensión, y tras varios días de desafío y expectación en Europa, los franceses se retiraron debido a la superioridad naval británica. Este hecho significó la derrota terminante para Francia en sus aspiraciones transafricanas.
A principios del siglo XX, gracias a los engaños a los cabecillas y reyes locales, y a la efectividad mortal de la ametralladora Maxim, los británicos habían logrado todos sus objetivos en África, excepto el sueño sobre raíles de Rhodes. Sus dominios africanos se extendían desde El Cabo hacia el norte por Natal, Bechuanalandia (Botswana), Rhodesia del Sur (Zimbabue), Rhodesia del Norte (Zambia) y Nyasalandia (Malawi); desde Egipto hacia el sur se extendían por Sudán, Uganda y África Oriental (Kenya). La linea roja de Rhodes sólo presentaba una discontinuidad: África Oriental Alemana. Se trataba de una colonia nacida en la década de 1880 y que incluía los actuales territorios de Ruanda, Burundi y Tanzania.
Con esta posesión, Alemania se había asegurado un enclave vital en el este de África y rompía la continuidad territorial del dominio británico. Sin embargo, tras la derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial y el Tratado de Versalles, la mayor parte de este territorio cayó en manos británicas. De este modo, después de 1919, el imperio Británico reunía por fin la capacidad política para hacer realidad el eje ferroviario de El Cabo a El Cairo. Y, aun así, los factores económicos impidieron su conclusión en el período de entreguerras. Tras la Segunda Guerra Mundial, ya fue demasiado tarde: las luchas internas de los pueblos africanos y el ocaso del colonialismo liquidaron las bases necesarias para la conclusión del ferrocarril. Con ello, el sueño de Rhodes había descarrilado definitivamente. Él mismo también había ya fallecido; el 26 de marzo de 1902 un ataque al corazón puso fin a su vida, a la edad de 48 años.
No obstante, con Rhodes en vida aún hubo otro factor decisivo en el revés del proyecto, aunque ha trascendido menos: la propia falta de decisión, e incluso contradicciones, de la metrópolis a la hora de hacer esfuerzos en la consecución de la franja que faltaba. Así, el primer ministro británico, lord Salisbury, argumentó ya en 1890 que la zona “al norte del lago Tanganica” no era de suficiente actividad comercial y que su dominio no se traduciría en ventajas objetivas. Por lo demás, pesaba el argumento militar según el cual costaría mucho defender la vecindad de potencias como Alemania y Francia a cambio de muy poco. Salisbury concluyó que no veía “ninguna ventaja especial en tener un territorio que se extienda desde Ciudad del Cabo hasta las fuentes del Nilo”. De hecho, los protagonistas de la expansión colonial en tierras africanas manifestaron reiteradamente su malestar por la falta de apoyo del gobierno de Londres.
La estrategia francesa en el última década del siglo XIX perseguía la continuidad de sus colonias desde Senegal (en el Atlántico) a Djibouti (en el golfo de Adén). Francia envió expediciones en 1897 para establecer un protectorado en el Sudán meridional y establecer una ruta a través de Etiopía, pero estos planes fracasaron definitivamente a partir del Incidente de Fachoda (1898), ocurrido donde se cruzaban las rutas francesa y británica. Fue uno de los incidentes coloniales más importantes entre grandes potencias. En Fachoda, actual ciudad de Kodok (Sudán), a orillas del Nilo, se encontraron una flota británica y una expedición francesa que reclamaban simultáneamente los derechos sobre el lugar. Hubo mucha tensión, y tras varios días de desafío y expectación en Europa, los franceses se retiraron debido a la superioridad naval británica. Este hecho significó la derrota terminante para Francia en sus aspiraciones transafricanas.
A principios del siglo XX, gracias a los engaños a los cabecillas y reyes locales, y a la efectividad mortal de la ametralladora Maxim, los británicos habían logrado todos sus objetivos en África, excepto el sueño sobre raíles de Rhodes. Sus dominios africanos se extendían desde El Cabo hacia el norte por Natal, Bechuanalandia (Botswana), Rhodesia del Sur (Zimbabue), Rhodesia del Norte (Zambia) y Nyasalandia (Malawi); desde Egipto hacia el sur se extendían por Sudán, Uganda y África Oriental (Kenya). La linea roja de Rhodes sólo presentaba una discontinuidad: África Oriental Alemana. Se trataba de una colonia nacida en la década de 1880 y que incluía los actuales territorios de Ruanda, Burundi y Tanzania.
Con esta posesión, Alemania se había asegurado un enclave vital en el este de África y rompía la continuidad territorial del dominio británico. Sin embargo, tras la derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial y el Tratado de Versalles, la mayor parte de este territorio cayó en manos británicas. De este modo, después de 1919, el imperio Británico reunía por fin la capacidad política para hacer realidad el eje ferroviario de El Cabo a El Cairo. Y, aun así, los factores económicos impidieron su conclusión en el período de entreguerras. Tras la Segunda Guerra Mundial, ya fue demasiado tarde: las luchas internas de los pueblos africanos y el ocaso del colonialismo liquidaron las bases necesarias para la conclusión del ferrocarril. Con ello, el sueño de Rhodes había descarrilado definitivamente. Él mismo también había ya fallecido; el 26 de marzo de 1902 un ataque al corazón puso fin a su vida, a la edad de 48 años.
No obstante, con Rhodes en vida aún hubo otro factor decisivo en el revés del proyecto, aunque ha trascendido menos: la propia falta de decisión, e incluso contradicciones, de la metrópolis a la hora de hacer esfuerzos en la consecución de la franja que faltaba. Así, el primer ministro británico, lord Salisbury, argumentó ya en 1890 que la zona “al norte del lago Tanganica” no era de suficiente actividad comercial y que su dominio no se traduciría en ventajas objetivas. Por lo demás, pesaba el argumento militar según el cual costaría mucho defender la vecindad de potencias como Alemania y Francia a cambio de muy poco. Salisbury concluyó que no veía “ninguna ventaja especial en tener un territorio que se extienda desde Ciudad del Cabo hasta las fuentes del Nilo”. De hecho, los protagonistas de la expansión colonial en tierras africanas manifestaron reiteradamente su malestar por la falta de apoyo del gobierno de Londres.
El colonialismo británico en África y
el concepto del ferrocarril de El Cabo al El Cairo habían seguido siempre
destinos paralelos. Y, a pesar de esto, las ventajas comerciales de la empresa
impulsada por Rhodes eran tan apetitosas que la idea jamás murió con el ocaso
colonial. Nuevos ensayos, avances y retrocesos han tenido lugar desde entonces
en diferentes puntos de la convulsa África del postcolonialismo.
Finalmente, hoy la mayoría de los sectores de esta línea están en funcionamiento, aunque para completar el eje falta un tramo importante que conecte el sur del Sudán y Uganda. Durante las últimas décadas el gran problema en el funcionamiento de la línea se ha centrado en el sur del Sudán, zona de perenne conflicto desde su independencia en 1956. No es por casualidad que el sector de ferrocarril que falta se sitúa en uno de los países con más conflictos de diferente índole en el continente, también bélicos. Desde el fin de la Pax Britannica prácticamente no hubo respiro en territorio sudanés.
Actualmente, la vía desciende desde el norte del país hasta la ciudad de Wau, segundo asentamiento urbano del sur del Sudán y lugar clave para el enlace con las vías de Uganda y la República Democrática del Congo. Pero ya no continúa más hacia el sur. La línea que viene de Jartum fue bombardeada desde Aweil hasta Wau en la década de los 80 y no fue rehabilitada hasta el pasado día 11 de marzo. En la Segunda Guerra Civil Sudanesa (conflicto entre el norte árabe y el sur negro con el trasfondo de la lucha por los recursos naturales) Wau nunca llegó a ser conquistada por el ejército sureño del ELPS, y se mantuvo bajo el control de la capital. Por eso fue castigada por el enemigo con el aislamiento.
Así pues, hoy la gran mayoría de sectores de aquel utópico Cape to Cairo Railway funcionan con relativa normalidad, aunque de la mano de distintas compañías nacionales. Por lo tanto, bajo ningún concepto se ha hecho realidad el ideal de un eje continuo y operado por una misma compañía como hubiera sido el sueño de Rhodes.
De hecho, actualmente pocos trenes africanos cruzan las fronteras nacionales y, aparte del ferrocarril Tan-Zam, ningún eje ferroviario importante se ha construido desde los tiempos coloniales. Algunos trenes turísticos se cuentan entre los pocos que tienen trayectos que cruzan las fronteras nacionales. Quizás, a la postre, el capital del sector turístico será el que terminará lo que empezó el capital del colonialismo.
Finalmente, hoy la mayoría de los sectores de esta línea están en funcionamiento, aunque para completar el eje falta un tramo importante que conecte el sur del Sudán y Uganda. Durante las últimas décadas el gran problema en el funcionamiento de la línea se ha centrado en el sur del Sudán, zona de perenne conflicto desde su independencia en 1956. No es por casualidad que el sector de ferrocarril que falta se sitúa en uno de los países con más conflictos de diferente índole en el continente, también bélicos. Desde el fin de la Pax Britannica prácticamente no hubo respiro en territorio sudanés.
Actualmente, la vía desciende desde el norte del país hasta la ciudad de Wau, segundo asentamiento urbano del sur del Sudán y lugar clave para el enlace con las vías de Uganda y la República Democrática del Congo. Pero ya no continúa más hacia el sur. La línea que viene de Jartum fue bombardeada desde Aweil hasta Wau en la década de los 80 y no fue rehabilitada hasta el pasado día 11 de marzo. En la Segunda Guerra Civil Sudanesa (conflicto entre el norte árabe y el sur negro con el trasfondo de la lucha por los recursos naturales) Wau nunca llegó a ser conquistada por el ejército sureño del ELPS, y se mantuvo bajo el control de la capital. Por eso fue castigada por el enemigo con el aislamiento.
Así pues, hoy la gran mayoría de sectores de aquel utópico Cape to Cairo Railway funcionan con relativa normalidad, aunque de la mano de distintas compañías nacionales. Por lo tanto, bajo ningún concepto se ha hecho realidad el ideal de un eje continuo y operado por una misma compañía como hubiera sido el sueño de Rhodes.
De hecho, actualmente pocos trenes africanos cruzan las fronteras nacionales y, aparte del ferrocarril Tan-Zam, ningún eje ferroviario importante se ha construido desde los tiempos coloniales. Algunos trenes turísticos se cuentan entre los pocos que tienen trayectos que cruzan las fronteras nacionales. Quizás, a la postre, el capital del sector turístico será el que terminará lo que empezó el capital del colonialismo.
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